Hace algunas semanas atrás se desató una fuerte polémica pública cuyo punto de partida fue una campaña muy personal que llevaba adelante un malentretenido joven que, a través de diversos servicios de Internet (twitter, blog, flickr y demás parafernalia digital), se burlaba de la gente obesa haciendo particular escarnio de nuestras gordas.
A los pocos días y a través de una entrevista radial escuché a la Ministra Carolina Schmidt, Directora del Servicio Nacional de la Mujer, diciendo que esta conducta a su entender era un delito por lo que había consultado al estudio jurídico de Pepito Pérez, abogado favorito del Gobierno y que este, especialista en discriminación por ser judío (no dijo exactamente eso, pero si una animalada casi idéntica), sostenía que «había posibilidades».
Evidentemente las «posibilidades» estaban referidas a arrastrar al sujeto a un juicio criminal, multarlo o idealmente llevarlo a la cárcel.
La verdad es que disiento del enfoque del asunto, pues creo que es un tema capital en un sentido muy diverso: la actitud de la Ministra produce daños bastante más graves que los hipotéticos beneficios sociales que quiere alcanzar.
Me explico: como punto de partida hay que tener presente que todos tenemos un derecho que es fundamental para el funcionamiento de la democracia y que es la libertad de expresión. Este derecho no nos cayó del cielo ni nos lo concedieron graciosamente: ha costado sangre y lágrimas.
Esta libertad de expresión, que hemos ganado y que debemos defender, es la que posibilita que públicamente manifestemos, por ejemplo, cómo imaginamos el Chile del futuro, qué opinamos de la calidad de la educación pública, cuánto nos gusta el reggaeton y cómo odiamos a la gente gorda, calva o fea.
Por supuesto que hay afirmaciones con las cuales estaremos de acuerdo y por otras manifestaremos un airado rechazo, pero ese rechazo es también el ejercicio de la libertad de expresión.
Ahora bien, ni siquiera la vida es un derecho absoluto, por lo que la libertad de expresión también tiene límites que no son genéricos sino que, entre otros requisitos, deben estar precisa y detalladamente expresados en una ley. Y no existe ninguna que prohíba insultar o descalificar genéricamente a gordos, comunistas, homosexuales, ex CNI, taxistas, funcionarios públicos, etcétera.
Entonces cuando un Ministro de Estado, sin fundamento jurídico alguno, toma la decisión política de activar la maquinaria de la persecución penal para ir contra los ciudadanos, no por lo que han hecho, sino por lo que han dicho, está enviando una terrible señal al público: «cuiden lo que dicen, pues les puede costar muy caro».
Y los ciudadanos, que tendrán que pagar su defensa jurídica con su propio esfuerzo y no con el erario público, que ven que sus opiniones son vigiladas y que deberán rendir explicaciones sobre ellas ante tribunales del crimen (con los riesgos que ello conlleva) toman una actitud muy distinta: intentan protegerse a través de la autocensura, del ocultamiento de las propias opiniones, de la mutilación de las ideas y de la mentira. Y eso es un daño irreparable a la democracia.
¿Por qué?. Porque de esta forma y en los hechos, a través de acciones judiciales, acusaciones mediáticas y amenazas, los Gobiernos pueden modelar el marco de lo que se puede decir y de lo que no, con lo que -al poco andar- las democracias solo serán formales (aparentarán serlo) o derivan en regímenes en que no se puede decir, por ejemplo, que los niños mapuches son torturados por la policía o que la clase política es esencialmente consanguínea.
Desde esta perspectiva la persecución de la libertad de expresión de opiniones vertidas en Internet tiene consecuencias mucho peores que el permitir que la gente diga lo que piensa, y tal vez es algo en que nos deberíamos ejercitar como país: escuchar lo que no nos gusta sin echar mano a los perros, sino valorando, confrontado visiones, agradeciendo la diversidad y sabiendo distinguir entre lo que es realmente importante… y lo que no.
Publicado originalmente en La Tercera del 19 de diciembre de 2011.
La imagen es un fragmento de «Delphine», de Fernando Botero.